Si hay algo realmente bajo sobre la faz de la tierra, algo que merezca el peor de nuestros desprecios, algo por lo que no vale la pena perder ni un minuto más allá de lo estrictamente necesario, es el dinero.
El dinero, que es la más mortífera de las armas de destrucción masiva, nos acompaña cada día y además aspira a convertirse en cabeza de familia. El dinero aniquila, ensucia, envilece, rompe, tritura, machaca, corrompe, pervierte, vicia, desquicia y es capaz de sacar lo peor de la bestia atávica que el hombre lleva dentro. Salvo para unos contados héroes -cada vez más escasos-, es una droga cuya adicción es el ansia insaciable por acaudalar mientras se pierde la vida; que no es poco.
Sé, estimado lector, que no descubro América y que todo esto lo sabes, yo también. Pero en este mundo en el que hoy más que nunca, mucho más que en toda la historia de la humanidad, se rinde la pleitesía más vergonzosa al becerro de oro, al gran Mammón, al tótem ávido para el que todos los sacrificios son pocos, al dinero como fin último de todas las cosas y objetivo supremo por el que todo es justificado y justificable, es necesario pararse y reflexionar. No se trata de volverse un eremita o, ni mucho menos, de imitar al Papa Francisco haciéndonos los pobres -sin serlo- para que éstos nos aplaudan con sus mendrugos de pan y el populacho lanar berree a los cuatro vientos lo buenos que somos, no. No es una cuestión de moralina barata de sacristía, usa el sentido común. La clave es poner cada cosa en su lugar, de tener claro que lo que se fundamenta sólo en lo material, en el lujo desaforado y el exceso es, además de hortera, el peor síntoma de la decadencia. Debemos posicionarnos y ver en qué lado estamos: en el más cercano a los héroes o en el de los adoradores de Mammón.
Dicho esto y por ser justos hasta con lo criminoso, lo único positivo que debemos al dinero es que pone a cada uno en su sitio, es el auténtico who is who, es decir, no el del haber sino el del ser. Ante el oro caen todas las máscaras y antifaces, no hay disfraz por elaborado que sea que se le resista. El vil metal hace que al final de cualquier historia conozcamos al que de verdad daba de corazón y al que sólo conoce lo que se puede incluir en un inventario, letra de cambio o cheque al portador. El dinero es a la virtud lo que el mezquino al ser humano. Ah, el mezquino, guárdate de él.
Si eres generoso y de alma grande, todos mis lectores creo que lo son, no te desanimes, a la larga compensa y no te pesará. Te sentirás engañado y muchas veces baqueteado por esas serpientes ingratas de ojos azules como el mar y cascabel de oro a las que has dado tanto sin darte cuenta. No te preocupes, alguien les acabará pisando la cabeza. En la complicada senda de eso que llamamos «felicidad», el generoso, a la larga, puede aproximarse más a la meta. Unos y otros acabaremos en el mismo sitio y con lo mismo puesto: nada. Sólo que, mientras la lápida del mezquino se irá embarrando a partir de la primera tormenta sin que nadie de los que se han repartido su botín la limpie, a la del generoso más de uno irá a poner alguna florecilla en su recuerdo.
Líbrate, como te he dicho antes, de mezquinos, cicateros, de los que sólo hablan de dinero y demás ralea; te harán daño, pero piensa que viven condenados a un fin inalcanzable: tenerlo todo. ¡Pobres animalitos de Dios! Cuando tú a los dos segundos ya ni te acuerdas de lo que les has entregado, ellos viven atormentados pensando en el tipo de interés que aplicarán a la más desvergonzada de sus próximas reclamaciones. Siente misericordia; su falta de grandeza es tan bochornosa que hasta se sonrojan los gatos de escayola. Apártalos elegantemente de tu camino y dedícales la más fría de tus indiferencias, no merecen más.
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